Una
vez, siendo yo muy niño, oí que alguien le comentaba a mamá que con la crisis
económica que entonces afectaba al país, era una loquera llenarse de hijos.
Recuerdo
la respuesta contundente de mamá: “¡Mire, comadre, cuando Dios le manda a uno
los hijos, se los manda con su arepa debajo del brazo!”. Y enseñándonos a
nosotros le decía: ¡mire que sanos están los míos. Gracias a Dios, nunca les ha
faltado nada! Y a propósito de la arepa, no sé si mis jóvenes lectores saben
que en aquellos tiempos, la confección de la arepa era totalmente distinta a
como la hacen ahora.
Muchos
compraban el maíz ya pilado. Otros lo pilaban en un pedazo de tronco, grueso y
como de metro y medio de alto llamado “pilón”. El pilón tenía en su parte
superior una oquedad como de medio metro de profundidad donde echaban el maíz
en concha. Y con una especie de mazo, le daban y le daban, hasta que el maíz
soltaba toda la concha.
La
concha del maíz, llamada “nepe”, se usaba para darle de comer a las gallinas o
al pavo, o al “lechoncito” que en el corral de la casa se engordaba para la
Navidad.
El
maíz “pilado” se sancochaba la noche anterior y muy temprano, por la mañana, se
llevaba al “molino”, para convertirlo en la masa, lista para asar las arepas en
el budare.
El
budare era una especie de bandeja plana y redonda, de barro cocido, como de 70
centímetros de diámetro que colocaban sobre el fogón encendido con leña bien
seca.
Tres
piedras o ladrillos separaban el fogón del budare, al que le untaban un poco de
manteca para que las arepas no se le pegaran.
Cuando
la arepa estaba bien asada, la agarraban con un trapo y las raspaban con un pedazo
de vidrio para sacarle las partes quemadas de la concha. Las envolvían en un
paño, y dentro de una canasta se conservaran calientitas para el desayuno.
¡Humm!.
Luego llegó la “harina pan”, la cocina eléctrica o de kerosén, la plancha de
metal que reemplazó al budare, o la tostadora eléctrica con sus moldes
prefabricados… Y la arepa perdió la magia de su confección e, incluso, el
característico sabor que le daba la forma primitiva de prepararla. Y murió para
siempre la auténtica arepa criolla. ¡Qué lástima!.
A
propósito de las arepas recuerdo que mamá con mucha frecuencia nos repetía una
de sus lecciones preferidas: “Hijitos. Yo no le pido a Dios que sean ricos. Sólo
le pido que nunca le falten dos arepas: una para que se la coman ustedes y otra
para que se la den a alguien que no tenga nada que comer”.
Un
pellizco de mamá me llegó al alma, la vez aquella cuando me oyó refunfuñar algo
detrás de la silla donde ella se sentaba a rezar. Se había enterado, por boca
de mi hermano, que lo que le estaba diciendo a Papá Dios era que yo estaba de
acuerdo con lo de las dos arepas de mamá; pero con tal de que siempre a mi me
tocara la más grande. Y elevaba mis ojos al cielo y juntando el pulgar y el
índice de mi mano izquierda, a las yemas del pulgar y el índice de la mano
derecha, formando un amplio círculo le expresaba gráficamente a papá Dios, la
dimensión de la arepa que yo esperaba de Él.
Ojalá
que desde pequeño, amiga o amigo, hayas comprendido que “amar es compartir”.
Ojalá
que Dios te haya dado la posibilidad de estar siempre al lado de la mano que
da, y que del lado de la mano que recibe, veas al Señor oculto en el prójimo a
quien socorres.
Sentirás
entonces en lo profundo del alma la profunda satisfacción por tu generosidad en
compartir lo que tienes con el que no tiene nada. Y aunque te reserves para ti “el
pedazo más grande” la sonrisa de Dios será siempre para ti del tamaño del
sacrificio que hagas al compartir tu pan con aquel que no puede disfrutar ni
siquiera de las boronas que caen de tu mano.
Por:
Pbro. José María Rivolta.
Tomado
de: El Carabobeño. Revista Paréntesis.
Año IX Nº 504. Domingo 4 de diciembre de 2005.
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