UN PARÉNTESIS DE LUZ (Pbro. José María Rivolta)

Una vez, siendo yo muy niño, oí que alguien le comentaba a mamá que con la crisis económica que entonces afectaba al país, era una loquera llenarse de hijos.
Recuerdo la respuesta contundente de mamá: “¡Mire, comadre, cuando Dios le manda a uno los hijos, se los manda con su arepa debajo del brazo!”. Y enseñándonos a nosotros le decía: ¡mire que sanos están los míos. Gracias a Dios, nunca les ha faltado nada! Y a propósito de la arepa, no sé si mis jóvenes lectores saben que en aquellos tiempos, la confección de la arepa era totalmente distinta a como la hacen ahora.

Muchos compraban el maíz ya pilado. Otros lo pilaban en un pedazo de tronco, grueso y como de metro y medio de alto llamado “pilón”. El pilón tenía en su parte superior una oquedad como de medio metro de profundidad donde echaban el maíz en concha. Y con una especie de mazo, le daban y le daban, hasta que el maíz soltaba toda la concha.
La concha del maíz, llamada “nepe”, se usaba para darle de comer a las gallinas o al pavo, o al “lechoncito” que en el corral de la casa se engordaba para la Navidad.
El maíz “pilado” se sancochaba la noche anterior y muy temprano, por la mañana, se llevaba al “molino”, para convertirlo en la masa, lista para asar las arepas en el budare.
El budare era una especie de bandeja plana y redonda, de barro cocido, como de 70 centímetros de diámetro que colocaban sobre el fogón encendido con leña bien seca.
Tres piedras o ladrillos separaban el fogón del budare, al que le untaban un poco de manteca para que las arepas no se le pegaran.
Cuando la arepa estaba bien asada, la agarraban con un trapo y las raspaban con un pedazo de vidrio para sacarle las partes quemadas de la concha. Las envolvían en un paño, y dentro de una canasta se conservaran calientitas para el desayuno.
¡Humm!. Luego llegó la “harina pan”, la cocina eléctrica o de kerosén, la plancha de metal que reemplazó al budare, o la tostadora eléctrica con sus moldes prefabricados… Y la arepa perdió la magia de su confección e, incluso, el característico sabor que le daba la forma primitiva de prepararla. Y murió para siempre la auténtica arepa criolla. ¡Qué lástima!.
A propósito de las arepas recuerdo que mamá con mucha frecuencia nos repetía una de sus lecciones preferidas: “Hijitos. Yo no le pido a Dios que sean ricos. Sólo le pido que nunca le falten dos arepas: una para que se la coman ustedes y otra para que se la den a alguien que no tenga nada que comer”.
Un pellizco de mamá me llegó al alma, la vez aquella cuando me oyó refunfuñar algo detrás de la silla donde ella se sentaba a rezar. Se había enterado, por boca de mi hermano, que lo que le estaba diciendo a Papá Dios era que yo estaba de acuerdo con lo de las dos arepas de mamá; pero con tal de que siempre a mi me tocara la más grande. Y elevaba mis ojos al cielo y juntando el pulgar y el índice de mi mano izquierda, a las yemas del pulgar y el índice de la mano derecha, formando un amplio círculo le expresaba gráficamente a papá Dios, la dimensión de la arepa que yo esperaba de Él.
Ojalá que desde pequeño, amiga o amigo, hayas comprendido que “amar es compartir”.
Ojalá que Dios te haya dado la posibilidad de estar siempre al lado de la mano que da, y que del lado de la mano que recibe, veas al Señor oculto en el prójimo a quien socorres.
Sentirás entonces en lo profundo del alma la profunda satisfacción por tu generosidad en compartir lo que tienes con el que no tiene nada. Y aunque te reserves para ti “el pedazo más grande” la sonrisa de Dios será siempre para ti del tamaño del sacrificio que hagas al compartir tu pan con aquel que no puede disfrutar ni siquiera de las boronas que caen de tu mano.
Por: Pbro. José María Rivolta.

Tomado de: El Carabobeño. Revista Paréntesis. Año IX Nº 504. Domingo 4 de diciembre de 2005.

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